Desde las grandes revoluciones francesa y americana, en la segunda mitad del siglo xviii, la libertad ha ocupado un lugar preeminente como principio definidor del liberalismo. Según John Locke, un teórico político cuya obra inspiró a los Padres Fundadores de Estados Unidos, garantizar la libertad es la justificación última de la constitución legal de un Estado: «El fin de la ley no es abolir o constreñir sino preservar y aumentar la libertad». La libertad de tener las opiniones políticas y religiosas que uno quiera, de expresar tales opiniones sin temor ni trabas, de decidir por uno mismo dónde y de qué manera vivir la propia vida: tales son los premios de la libertad.
Libertad positiva y negativa
Ningún acercamiento moderno a la libertad puede pasar por alto la contribución seminal realizada por el filósofo político del siglo xx Isaiah Berlin. Su análisis se erige alrededor de una distinción clave entre dos conceptos de la libertad: la libertad negativa y la positiva.
La defensa de la libertad
La puesta en práctica y la defensa de la libertad raramente se desarrollan sin problemas. Estados Unidos, que se autoproclama portador de la antorcha de la libertad, se vio mancillado por la esclavitud legalizada, prolongada durante casi un siglo después de haber ganado su independencia, y cuya práctica informal continuó en el siglo xx. En Francia, otro gran bastión de la libertad, la «serena y bendita libertad» que proclamaba un periódico parisino tras la caída de la Bastilla en 1789 se había transformado, en el lapso de cuatro años, en el reinado del Terror de Robespierre, en el que toda la oposición política fue aplastada y se guillotinó a unos 17.000 sospechosos de contrarrevolucionarios.
«Aquellos que cederían su libertad esencial a cambio de una seguridad efímera no merecen una ni otra.»
Benjamín Franklin, 1755
Hoy aprendi mas que ayer----
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